Mi mamá arregló el botón de mi uniforme, creí
que se notaría pero ella tiene (tenía esa magia). Llegué y me senté en el mismo
lugar que me acompañó por casi tres años, eso es mucho si se habla de una
escuela. Pues entraste y la profesora te presentó, dijiste tu nombre entre un
murmullo y un tartamudeo, Antonio. Te asignaron el pupitre de al lado de la
ventana. Desde atrás, sólo pude ver tus orejas rojas.
Al sonar la campana que gritaba el recreo
entre tus tan-tan, todos nos pusimos de
pie para salir presurosos a comer y a jugar, te quedaste sentado como quien no
sabe la cosa. Al repetirse el sonido que marcaba el fin del único momento feliz
de la jornada, los gritos fueron acallados de tajo, como el hacha que corta
troncos.
Entre las tablas de multiplicar de siempre,
un poco de álgebra, los factores comunes fueron los de anotar en papelitos,
¿por qué hay un chico nuevo en el salón? Las hipótesis fueron desde lo absurdo
hasta lo risible. Papás diplomáticos fue la que menos casó porque tu apellido
no tenía tildes o letras especiales, así que la descartamos desde su propia
escritura. Que tus papás tenían negocios especiales con las drogas fue la que
ganó por mayoría. Disparos, hechos violentos, frases como “dormir con los
peces” era de nuestras preferidas.
Antonio, casi no participabas en clase, sabías que al hacerlo te arrojaríamos papeles o demás cosas o que simplemente te aislaríamos, más aún.
Sentarte derecho, no poner los pies en el
escritorio del de adelante, no dormir en clase, no comer en clase; esa maraña
de reglas que nos recuerda que no estamos en nuestras casas, que en la
escuela se debe aprender, se debe sufrir para que las lecciones, que en un
futuro nos van a servir, nunca se nos olviden.
Pasados los días, Antonio se unió a nuestro
grupo, hizo algo para merecerlo. La profesora Hilda era quien daba la clase de
Literatura, nos hablaba de libros, de países, de corrientes, de estilos. Pues
uno de tantos días, en donde por una u otra actividad, había que participar en
una mañana cultural, declamaciones era la acción predilecta. Antonio muy
entusiasmado levantó la mano, todos nos sorprendimos porque alguien al fin
pedía participar cuando en otras ocasiones era casi elegido por el índice
señalador de la profesora. Además, fue sorpresivo que Antonio se moviera de
su asiento.
El día se acercaba a pasos agigantados y
Antonio se preparaba, ponía atención a las indicaciones de la profesora Hilda;
pon las manos así, mueve así la cabeza, haz esta pausa.
Cuando el día esperado por fin llegó los
nervios no se hicieron esperar, corrían profesoras por todos lados, el disco
del himno estaba siendo probado por última vez. Inició el acto con lo normal en
un acto protocolario; el himno, la jura a la bandera, y alguna que otra cosa.
Procuraba no pensar en ello y mientras veía las caras de los que al frente
pasaban por ser abanderados, les hacía gestos y muecas con tal de distraerlos,
por lo menos una que otra risa, con eso era feliz.
Cuando fue el turno de Antonio, la profesora
encargada contuvo la respiración, era la primera vez que todos veríamos el acto
de este chico nuevo, enjuto y arremangado, con los labios resecos y el pelo de
lado con apariencia de mojado. El poema empezó como cualquier otro, empezó
declamando desde el pasillo del medio, sus manos sobre su cabeza y la
entonación de su voz fue la correcta. Los ojos se le pusieron como blancos
cuando dentro de la rima incluyó un “comemierda” y “furcia” y las risas de
todos nosotros no se hicieron esperar. Con “gracias Velorio” terminó el
espectáculo y su oreja colorada por el pellizco que la profesora le propinó fue
la mejor imagen que tengo de esa época.
Antonio, fuiste nuestro héroe, te suspendieron 4
días y tuviste que regresar con tu madre, muy seria y guapa por cierto, pero
serena como las tardes de octubre. Entró a la dirección, ella era una madre new age y no creía en los castigos pero
sabía que eso le daría paz a la profesora y al director, por lo tanto dejó que cumplieras condena.
Ya pasados los años aún me pregunto cómo fue
que se atrevió a hacer tal cosa, algo que muchos hacíamos pero sólo en nuestra
imaginación, cuando soñábamos que nos elegían para pasar a declamar y no
decíamos que no y quizá hasta nos sintiéramos unos grandes poetas por poder
cambiar el ritmo y lírica de los poemas de Neruda, De La Cruz y de Batres
Montúfar.