El viento moviendo las hojas de los árboles, un tronco
estático con ramas bamboleando por doquier.
Una botella de vino vacía sobre la mesa y los días siguen
igual. No, no saldré hoy, mis pies desconocen caminos y el miedo azota la
puerta. Los pocos rayos de sol que entran queman de a poco, sigo el camino que
llevan, desde el suelo hasta la ventana. Muevo mi ubicación y el sofá es mi
refugio, unas revistas amontonadas en el suelo y los libros tapizando una de
las paredes, no puedo seguir así.
Afilo la punta del lápiz e intento escribir con lujo de
detalles lo que anoche sucedió. Recuerdo poco, invento menos y maquino ese
momento, cuando entraste tan fresca y sin remordimientos, sabias lo que habías
hecho pero aun así te sentaste y pediste el vino más caro, quesos y jamones. No
viste cuánto te vi. Te veías radiante pero había una nube de desconsuelo, tu
mano temblaba cuando sostenía la copa y la bebías a sorbos pequeños, tus ojos
distaban de la realidad.
Veía jugar a tus dedos sobre la mesa, no tenían ritmo,
querías olvidar.
Me inquieté cuando buscabas algo en tu bolso, lo cojiste
como si quisieran robártelo y viste a todos lados, lo abriste y algo te
tranquilizó. Me puse de pie y me senté frente a ti, no articulaste palabra
alguna y me suplicaste con la mirada que no dijera nada. Tranquilo te complací
y me serví un poco de vino. Pasados varios minutos te dije que fuéramos a otro
lugar, sin chistar te pusiste de pie dejando el dinero de la cuenta y una muy
buena propina.
Caminamos unas cuadras en silencio, apretabas tu bolso. Camine
a tu lado y nos dirigimos a mi casa. Sabias bien el camino. Te sentaste en el
desayunador, colocaste tus cosas muy cerca de ti, incluso el abrigo. Serví unos
tragos y los bebimos en silencio, yo estaba viendo hacia la ventana que cubría
una de las paredes, la ciudad dormida daba un poco de tranquilidad. Comencé a
desvestirme. Observaste cada uno de mis movimientos y te uniste al ritual. La desnudez
es la ropa de la sinceridad. Di unos cuantos pasos y me puse en cuclillas, besé
tus pies, tus tobillos, tus muslos fueron acariciados con estricta
religiosidad. Subí hasta tu abdomen, no te moviste de lugar. Apreté tus senos con
mis manos y me bebí el néctar de tu piel, jamás me acerqué a tu boca. Tu cuello
fue mi destino predilecto, lo mordí y mis colmillos se clavaron en tu piel,
pude sentir el sabor a sangre que goteaba. Abrí tus piernas con las mías y
entré en ti, violentamente, vagamente hiciste algún sonido. Sujeté tus manos y
mantuviste los ojos cerrados. El tiempo se hizo eterno y no quería salir, me
sentía a salvo dentro de ti, quería que durara para siempre, aún si una única
noche fuera para siempre. De a poco me alejaste, me besaste todo el cuerpo y me
quemaba tu piel, acaricié tu pelo, tu espalda, tus manos, estar de pie fue lo
mejor. Sin darme cuenta nos fuimos al sofá, te sentaste sobre mí y tus caderas
fueron el ritmo de una canción jamás escuchada. No pude resistirlo y te besé,
mordí tus labios y fue lo último que recuerdo de ti.
Busco en medio de la sala algo tuyo, sólo el viento me
acompaña, de nuevo.