Las posibilidades son infinitas. Jueves y suena la alarma,
las bocinas de los autos anuncian el movimiento que hay afuera. Renacer y sus
consecuentes dolores de parto son innegables. Busco el reloj de pulsera para
ver la hora, sin importar el número que allí se muestra, es rutina buscarlo.
Las sábanas son pesadas, quizá por soportar los sueños de la noche anterior.
Café listo para ser bebido. El sonido del molino bailando
con los granos, que se alejan y se acercan a un ritmo único. Agua a no más de
100°C para mantener la perfección de este néctar oscuro.
Salir al jardín y en medio de los árboles buscar paz, suena
a una misión casi imposible en medio de la ciudad. Es cuando se hace acopio de
los recuerdos de los viajes, recordar las carreteras alineadas con bosques de
vida, de movimiento estable. Recuerdo un viaje no tan lejano, el destino se
titulaba “agua y cielo”. Luego de acomodar las maletas en el baúl, la aventura
se avecina.
Mapa e indicaciones, suficiente para partir. El tabaco a
mano porque la respiración profunda ayuda a meditar, en cualquier
circunstancia. Conforme avanzan los kilómetros recorridos, los autos
desaparecen. Hay una soledad palpable y única. Aumento la velocidad y me dejo
fluir con el asfalto. Somos una sola cosa en el infinito. El destino aparece
con un desvío, viro a la derecha y me adentro en un nuevo paisaje. Las llantas
son golpeadas por las piedras que ahora forman el camino. Agujeros y raíces,
buen preludio.
Buenos días, me saluda cordial el guardián, señalándome el
área de acampar. Desempaco y armo el refugio, mi nuevo hogar. Una bocanada de
aire puro y ya me siento diferente. La caminata en los senderos no se hace
esperar y los ruidos de vehículos no existen en esta tierra de nadie. Acá no
hay miedos, no hay temores.
Encuentro el primer riachuelo y mis ojos se han iluminado.
Las gotas de sudor dejan de importar y descalzándome, entro en el agua, o el
agua me permite entrar. Reacciono con lo frío, pero me sumerjo. Mis ojos no
pueden creer la transparencia del riachuelo, ver las piedras al fondo y a las
hojas siendo llevadas por una leve corriente.
Me quedo quieta, cierro los ojos y me pierdo. Hay nuevos
sonidos, dulces y fuertes. Siento que vuelo y atravieso pantanos y desiertos.
Alzo rocas sobre mi cabeza y ando sobre las copas de los árboles. He perdido
dimensiones de mi propio ser y me siento liviana pero no débil. Hay música y
puedo tocar cada nota, cada escala. Sonidos de viento, de agua, de inmensidad,
de eternidad, de ocaso, de vida, de amor, de odio, de dolor. Mis manos
tiemblan, un rayo ha atravesado mi espalda y esta se arquea, se tensan mis pies
y manos. Una alerta se ha disparado pero sigue su camino, no se queda conmigo,
fluye como una nube en el cielo. Abro los ojos y regreso a esta dimensión,
creo.
Sigo el camino y llego a una catarata, el viento que provoca
es tan fuerte que las hojas no pueden quedarse quietas. Este es un sonido
sólido. Los remolinos y la espuma hipnotizan. Da temor y abrigo a la vez, es
como un golpe perpetuo que te mantiene anclado a la tierra. El sol ya no puede
entrar por la espesura de los árboles. Es momento de volver.
El fuego es vida que renace, es el paso entre la limpieza
del espíritu y la separación del ser. Es este el fuego con el que también
enciendo mi tabaco, disfrutado plenamente sentada en la grama, con el agua y su
paso cadenciado. Los grillos han aparecido y un primer aullido anuncia la
noche. Las estrellas se ven más cercanas, nunca las había visto tan grandes,
tan mías, tan de nadie. Entro a la carpa y dejo que el sueño me abrigue. Todo lo
vivido hoy se presenta lejano. El pasado se ha quedado en otra dimensión y no
hay peso qué andar acarrando.
Despierto con energías renovadas, me dirijo a un río, el más
grande la región. Es casi imposible ver el inicio, unas rocas lo atraviesan y
son sencillas de caminar. Me aventuro y siento el agua ahora tibia en mis pies,
me empuja suavemente la corriente pero no caigo. El agua me invita, de nuevo, y
al llegar a una parte un poco más honda, me sumerjo. Allí dentro empiezo a
escuchar voces, aun no comprendo si son voces del pensamiento del río o si son
voces de mi ser. Ahora son voces de hombre, al caer la noche las voces son de
niños. Al inicio hay miedo pero pronto encuentro la paz, paz en medio del
murmullo de esas voces que nunca repiten palabra alguna.
Es inevitable tener que regresar, estos viajes funcionan si se
quedan en eso, en viajes. Vivir allí se me haría imposible. Dejarían de ser
escapes de la rutina. Enciendo la música en el auto, debo regresar de a poco,
semáforos y bocinas se me presentan y ahora sé que he regresado. Diferente, con
más vida y más tiempo en la maleta, esa que va en el corazón. Entro y preparo
un café.
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