sábado, 26 de marzo de 2016

AGUA Y CIELO



Las posibilidades son infinitas. Jueves y suena la alarma, las bocinas de los autos anuncian el movimiento que hay afuera. Renacer y sus consecuentes dolores de parto son innegables. Busco el reloj de pulsera para ver la hora, sin importar el número que allí se muestra, es rutina buscarlo. Las sábanas son pesadas, quizá por soportar los sueños de la noche anterior.

Café listo para ser bebido. El sonido del molino bailando con los granos, que se alejan y se acercan a un ritmo único. Agua a no más de 100°C para mantener la perfección de este néctar oscuro.

Salir al jardín y en medio de los árboles buscar paz, suena a una misión casi imposible en medio de la ciudad. Es cuando se hace acopio de los recuerdos de los viajes, recordar las carreteras alineadas con bosques de vida, de movimiento estable. Recuerdo un viaje no tan lejano, el destino se titulaba “agua y cielo”. Luego de acomodar las maletas en el baúl, la aventura se avecina.

Mapa e indicaciones, suficiente para partir. El tabaco a mano porque la respiración profunda ayuda a meditar, en cualquier circunstancia. Conforme avanzan los kilómetros recorridos, los autos desaparecen. Hay una soledad palpable y única. Aumento la velocidad y me dejo fluir con el asfalto. Somos una sola cosa en el infinito. El destino aparece con un desvío, viro a la derecha y me adentro en un nuevo paisaje. Las llantas son golpeadas por las piedras que ahora forman el camino. Agujeros y raíces, buen preludio.

Buenos días, me saluda cordial el guardián, señalándome el área de acampar. Desempaco y armo el refugio, mi nuevo hogar. Una bocanada de aire puro y ya me siento diferente. La caminata en los senderos no se hace esperar y los ruidos de vehículos no existen en esta tierra de nadie. Acá no hay miedos, no hay temores.

Encuentro el primer riachuelo y mis ojos se han iluminado. Las gotas de sudor dejan de importar y descalzándome, entro en el agua, o el agua me permite entrar. Reacciono con lo frío, pero me sumerjo. Mis ojos no pueden creer la transparencia del riachuelo, ver las piedras al fondo y a las hojas siendo llevadas por una leve corriente.

Me quedo quieta, cierro los ojos y me pierdo. Hay nuevos sonidos, dulces y fuertes. Siento que vuelo y atravieso pantanos y desiertos. Alzo rocas sobre mi cabeza y ando sobre las copas de los árboles. He perdido dimensiones de mi propio ser y me siento liviana pero no débil. Hay música y puedo tocar cada nota, cada escala. Sonidos de viento, de agua, de inmensidad, de eternidad, de ocaso, de vida, de amor, de odio, de dolor. Mis manos tiemblan, un rayo ha atravesado mi espalda y esta se arquea, se tensan mis pies y manos. Una alerta se ha disparado pero sigue su camino, no se queda conmigo, fluye como una nube en el cielo. Abro los ojos y regreso a esta dimensión, creo.

Sigo el camino y llego a una catarata, el viento que provoca es tan fuerte que las hojas no pueden quedarse quietas. Este es un sonido sólido. Los remolinos y la espuma hipnotizan. Da temor y abrigo a la vez, es como un golpe perpetuo que te mantiene anclado a la tierra. El sol ya no puede entrar por la espesura de los árboles. Es momento de volver.

El fuego es vida que renace, es el paso entre la limpieza del espíritu y la separación del ser. Es este el fuego con el que también enciendo mi tabaco, disfrutado plenamente sentada en la grama, con el agua y su paso cadenciado. Los grillos han aparecido y un primer aullido anuncia la noche. Las estrellas se ven más cercanas, nunca las había visto tan grandes, tan mías, tan de nadie. Entro a la carpa y dejo que el sueño me abrigue. Todo lo vivido hoy se presenta lejano. El pasado se ha quedado en otra dimensión y no hay peso qué andar acarrando.

Despierto con energías renovadas, me dirijo a un río, el más grande la región. Es casi imposible ver el inicio, unas rocas lo atraviesan y son sencillas de caminar. Me aventuro y siento el agua ahora tibia en mis pies, me empuja suavemente la corriente pero no caigo. El agua me invita, de nuevo, y al llegar a una parte un poco más honda, me sumerjo. Allí dentro empiezo a escuchar voces, aun no comprendo si son voces del pensamiento del río o si son voces de mi ser. Ahora son voces de hombre, al caer la noche las voces son de niños. Al inicio hay miedo pero pronto encuentro la paz, paz en medio del murmullo de esas voces que nunca repiten palabra alguna.


Es inevitable tener que regresar, estos viajes funcionan si se quedan en eso, en viajes. Vivir allí se me haría imposible. Dejarían de ser escapes de la rutina. Enciendo la música en el auto, debo regresar de a poco, semáforos y bocinas se me presentan y ahora sé que he regresado. Diferente, con más vida y más tiempo en la maleta, esa que va en el corazón. Entro y preparo un café.