jueves, 8 de septiembre de 2016

Los perros


Son cinco, han sido más o menos, depende de las edades, pero hoy son cinco. El macho alfa tiene el típico comportamiento, esa actitud acre y mirada de soslayo que el haber vivido en la calle le ha servido para hoy enseñarles a los demás miembros del clan cómo se forjan los perros en la vida.
Las cicatrices en su cara dan un poco de miedo, alambre de púas y garras. Le falta un mechón de pelo y a pesar de su color dorado, hay una nube ceniza sobre su lomo. La pata trasera derecha tiene la mayor cantidad de daño evidente, cuando duerme se escucha que se queja. Quisiera abrazarlo pero sus ojos me hacen abstenerme.
Hijo pródigo es su nombre, se fue por una temporada, cuando otro fue el macho alfa. Como reloj suizo, regresó cuando el clan necesitaba de un nuevo líder, alguien experimentado. Ya no pudo ver a su madre, ella había fallecido unos meses antes.
Es último en dormir, tiene un oído sorprendente. El primero en recibir el sol pero se queda en su puesto. Sabe que Braulio ya hizo un recorrido en donde se aseguró que no hay amenazas cerca.
Con un dulce aullido da las últimas instrucciones indicando que la jornada diurna ha terminado, a su rededor se duermen los demás, tranquilos, saben que no hay problema aparente.
Hasta yo me siento tranquilo cuando escucho sus cantos nocturnos. Hay noches, en donde algo o alguien inquietan el sueño de los vigías. Un ladrido fuerte da la señal y sin dudarlo muestran colmillos y los gruñidos no se hacen esperar. Cuando el canto de guerra lleva más de veinte minutos me preocupo un poco, hay un silencio diferente y luego de un minuto o dos, empiezan de nuevo, tomo la linterna, ya mi respiración está muy agitada como para preocuparme por ponerme un suéter. Me aproximo a la puerta, escucho mis propios pasos, la linterna se come a la oscuridad con apetito feroz. Veo al resto del clan reunido alrededor de algo, me acerco y no puedo creerlo, no quiero creerlo, Hijo pródigo parece estar dormido pero un líquido rojo oscuro sale de su hocico, no puedo evitar ver y sentir sus ojos, esos ojos que hace unas horas estaban llenos de vida.
Suena el despertador a las seis de la mañana, el sol no se atreve a mostrarse del todo y las hojas tiemblan con el viento frío. Hay un saco con un cadáver dentro. Un amigo se fue sin despedirse y llevándose el secreto de su muerte. No me explico el golpe que tiene en la cabeza. 
Preparo café, me ayuda a pensar. Busco en la guía telefónica algún lugar en donde pueda ir a dejar a, ni siquiera pudo decirlo, a Hijo pródigo. Es increíble lo rápido que actúa el rigor mortis.
Conducir con un cuerpo ya sin vida, semáforos sin sentido, bocinas a todo esplendor y yo queriendo detener las imágenes en mi cabeza. Tomo la salida hacia la carretera interamericana y aprovecho para acelerar, pensando que quizá me aleje un poco de lo que llevo en el baúl, misión estúpida desde su concepción.
De regreso a casa veo al resto del clan, me ven llegar y mueven sus colas y bajan sus orejas, saben lo que sucedió, saben que él ya no volverá.
Llega la noche y el aullido ausente rompe mis oídos. Salgo al jardín, sin lámpara esta vez. Siento la grama suave entre mis pies, escucho unos pasos justo delante de mí, gotas pequeñas de sudor frio cubren mi frente. Esos pasos se detienen, se escucha que alguien busca algo, veo el resplandor de un objeto metálico y cuando está sobre su cabeza, me dejo ir, algo de mi interior me obliga a saltar encima del desconocido. Mis brazos están aprisionando su cuello, no lo dejaré escapar. En medio de la oscuridad sólo puedo sentir que deja de moverse, no hubo mucha resistencia.

Al soltarlo el cuerpo cae al suelo, voy dentro de la casa para traer la linterna. El desconocido ya no está, hay señales de lucha pero no hay cuerpo. Voy al baño, siento que debo limpiarme. Me veo en el espejo y hay marcas en mi cuello, como si alguien hubiera querido asfixiarme.

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